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El Gobierno urge a la Generalitat a "asumir la realidad" y "poner fin a la farsa"

DANIEL J. OLLERO Barcelona
1 OCT. 2017 18:39
Eran casi las cuatro de la tarde cuando conseguí votar. Lo hice sin prácticamente abrir la boca intentando evitar que escucharan mi cheli, enseñando mi DNI en el que dice claramente que nací en Madrid y vivo en Madrid. Soy gato, de la meseta, nacido en Vallecas, y era la tercera vez en mi vida que pisaba Barcelona. Llevaba desde las 5 de la mañana siguiendo la jornada del referéndum del 1-O. Deambulando entre los colegios electorales (Miquell Tarradell y Escola Collaso i GIl). En estos, en los centros cercanos al Raval, la tónica general eran colas, colas y más colas. Las imágenes de incidentes llegaban a través de las redes sociales, había miedo, pero ahí nada pasaba. Sólo la espera para poder votar. Si hacer cola es aburridísimo, observar una cola durante horas lo es aún más, créanme.

Un tedio que, en el caso de la Escola Collaso i GIl, los electores intentaban combatir con cánticos y aplausos cada vez que una persona conseguía votar. Un proceso que, sobre el papel, debería ser rápido pero que, en la práctica, se demoraba hasta casi una hora. Primero entraron las personas con movilidad reducida, que salieron pasados unos minutos, cuando aún parecía que el flamante censo universal digital del Govern funcionaría. Luego fueron "las yayas". "Sin yayas no hay revolución", cataba la gente intentando darse ánimos colectivamente cuando un grupo de abuelillas entraba en el colegio por una puerta lateral en la que individuos sin identificar hacían las veces de gorila de discoteca.

Sin embargo, las yayas que tanta excitación colectiva despertaron, tardaron más de una hora en salir porque el censo universal digital que anunció el Govern no era la panacea y no estuvo operativo más de media hora.


Entre tanto, la gente se ponía nerviosa en el exterior. Cualquier persona con unos cascos de música en la cola y con una edad aproximada de entre 30 y 40 años era sospechoso de ser un secreta y las acusaciones se cruzaban entre unos y otros. Mientras tanto, los tipos de la organización, gente sin ninguna clase de identificación o distintivo, pedían a la gente que pusiera los teléfonos en modo avión para ver si mejoraba la señal del famoso censo digital.

Ante la imposibilidad de acceder al recinto, recordemos que los puertas nos lo impedían, y harto del tostón de las colas me fui hacia la Escuela Industrial de Barcelona. Había visto en Twitter que andaban montando barricadas y la situación parecía informativamente más prometedora.

Sin embargo, para aquel entonces el censo digital universal era historia. Ahora las votaciones se hacían con un rigor digno de una república bananera. En este colegio electoral seguía habiendo tipos sin identificar haciendo de puertas que simplemente se esforzaban levemente en que la gente esperase en una fila.

Una vez dentro había mesas en la planta de arriba y en la planta de abajo. Comprobé que, para votar, lo único que hacía falta era mostrar un DNI y ellos apuntaban el número, sólo el número, en dos folios con cuadrículas. Unos papeles sin ninguna clase de distintivo o identificación oficial. Podrían ser hojas de asistencia a clase o folios para apuntar la lista de la compra.

Tras deambular un rato por el colegio y ver que el patrón se repetía en todas las mesas me armé de valor. Me calcé la GoPro al hombro izquierdo, sujeta a la mochila. Agarré un papel, marqué la casilla del "NO", encendí la GoPro y empezó el show.

Estaba nervioso. Bastante, he de reconocer. Remoloneé un rato buscando posibles rutas de escape por si tenía que abortar el plan pero no se me ocurrió ninguna idea brillante. Ya había elegido la mesa y no podía demorarme. Me acerqué, les di mi DNI mostrando el anverso, cantaron mi nombre y apellidos (que no apuntaron en ningún sitio) y mi número, que sí apuntaron en las hojillas. Me devolvieron mi DNI, me abrieron la tapita de la urna, dejé caer la papeleta con la mano izquierda, y me marché de allí tranquilamente sin mirar atrás.

Misión cumplida.

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