Lucille se ha quedado sola. La inseparable guitarra Gibson de B.B. King no volverá a emitir ese sonido adictivo, limpio, nítido que le acompañó hasta octubre pasado en que se bajó del escenario.

B.B. King falleció en Las Vegas con 89 años vividos y compartidos en más de cincuenta discos.

Seis premios Grammy, podían haber sido sesenta, ni le han dado ni quitado nada a un maestro del blues siempre por encima de sus homenajeadores de turno y eventuales anfitriones.

Fascinó al mundo del rock y del pop, los Stones le llevaron de gira, Eric Clapton le tiene como referencia.

En algunos actos cantaba en otros hacía el honor de presentar a su guitarra Lucille. El niño nacido en una chabola de un pueblo del Misisipi que recogía algodón se convirtió, godspell mediante, en el gran B.B. King. Ni un átomo de amargura. Irradiaba felicidad: [COLOR="Red"]“Creo que la gente, Dios y la gente, han sido buenos conmigo a lo largo de los años hasta llegar a la edad que tengo ahora. Me gusta hacer lo que hago y lo haría gratis si alguien pagara mis facturas, pero me pagan por algo que me gustaría hacer de todos modos, que me encanta”.
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El mejor rey del Blues se dió en los conciertos. Tronaba una big band. Regalaba púas como si diera bendiciones. Arrancaba con su When Love Comes to Town y no cesaba ya con su Lucille impecable, clara que reía, gritaba y lloraba, como lo hizo en el funeral de Ray Charles.

B.B. King, uno de los magos que nos ayudan a sobrellevar los días. Algo que no va a cambiar con su adios
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